jueves, 26 de febrero de 2009

Las confesiones del doctor Sachs (La maladie de Sachs, de Michel Deville, Francia, 1999)

Hace 5 años, en 2004, empezaba la carrera de Medicina. Antes de instalarme, en octubre, en el que sería mi nuevo “hogar” (que hoy sigue pareciéndome profundamente extraño), quedé impresionada por una película, Confesiones del Doctor Sachs, que vi en una todavía cálida, tranquila, lenta, noche de verano. El doctor del título superaba la tensión escribiendo: guardaba una caja llena de manuscritos en los que aparecían casos que había atendido, personas que le habían marcado, noches que le habían impactado... recogidas en palabras que conformaban una especie de diario personal.

A mí siempre me ha gustado escribir. Y llevaba un diario, lo empecé en 1995, creo, y fue un regalo de mi Primera Comunión, que abandoné cuando pensé (lo pensé un día cualquiera, sin venir a cuento y sin razón, pero esa creencia ya nunca se alejó de mí) que lo leían. Quién, o quienes, no lo sé, pero no podía dejar de pensar que, cuando yo no estaba de cuerpo presente en mi habitación, lo leían. Todo. Que se enteraban de todo lo que yo dejaba plasmado, en palabras, con un bolígrafo de tinta negra que, cuando se acabó, fue sustituido por un lápiz amarillo y negro 2HB. Hasta que el diario quedó muerto, sin vida, sin trocitos de mi existencia que le dieran a él la suya propia. Creo que lo último que escribí data de 2000, o 2001, como mucho. Cuando llegué a mi nuevo “hogar” decidí retomar la costumbre, además, marcada por la película que acababa de ver y que retenía en la memoria. Y cogí unos cuantos folios y un bolígrafo, esta vez de tinta azul. El que había sido, hasta este nuevo curso 2008-2009 (exactamente, hasta octubre de 2008), ni bolígrafo de la suerte. Como el diario, el bolígrafo también acabó muriendo. Ahora tengo otro.

E imitando al Doctor Sachs empecé a escribir, sin ton ni son, lo que me pasaba en aquellos momentos de mi vida, lo que se cruzaba por mi cabeza, dañaba mi corazón, siempre frágil y estallaba en mis ojos, en forma de lágrimas. Quería ser como él. Plasmar, en folios y palabras, con tinta azul, lo que el cambio suponía para mí. Como si esta fuera la forma más adecuada de realizar una especie de exorcismo, como si pudiera liberar de mi ser todo aquello que le atormentaba y aligerar así la conciencia. No lo logré.

Dejé que la mano derecha escribiera lo que le apeteciera. Y lo escondí. Eran en total tres folios, escritos a mano, que escondí en el que me pareció el lugar más recóndito de mi habitación. Pero al igual que ocurriera con mi diario, cuando me marchaba a clase, tenía la sensación de que lo leían. Ahora sí podía decir quienes, y me avergonzaba pensar que habían leído aquello, que estaban al tanto de lo que mi mente había pensado y mi mano plasmado en aquellos tres folios. Durante mucho tiempo (un mes, más o menos) pensé que lo sabían. Algunas frases no me parecían pronunciadas al azar, me parecían premeditadas y formuladas a raíz de lo que yo había escrito, y que en mi ausencia, había sido leído. Y me torturaba.

Busqué los folios y los rajé, en trocitos muy pequeños, y luego les prendí fuego. Organicé una pequeña pira con una caja de cerillas que todavía conservo y sé dónde está. Para que no pudieran ser leídos, aunque mi subconsciente y yo pensemos que fueron leídos. Abandoné así el sueño de ser como el Doctor Sachs, y dejé de escribir, porque pensé que ésa no era la forma de liberar tensión. Cuando me dí cuenta de que sí lo era, de que dejando mis absurdos pensamientos por escrito me evadía un poco de ellos, recuperé al Doctor Sachs de mis recuerdos. Cambié los folios por un ordenador portátil, por un blog, y las palabras manuscritas con un bolígrafo de tinta azul por otras escritas con teclas. Me dí cuenta de que ya no me importaban que me leyeran.

Al crear un blog propio, y público, me dí cuenta de que no me importaba que me leyeran. Al contrario, ahora quería que lo visitara mucha gente, que me leyeran. Aunque, quizá, lo más importante, porque siempre fue lo más importante, era que quería un desahogo, una vía de escape, una forma de canalizar la tensión, como el Doctor Sachs. Lo segundo más importante es que, en algún recóndito y perdido lugar de mi memoria, se alzó un recuerdo sobre todos los demás. Una charla con un profesor de literatura del instituto, que me dijo que cuando alguien escribía algo era para los demás, que no debía importarle que los demás lo leyeran porque se había escrito con ese fin. Justo lo que me ocurre ahora. Que ahora ya no me importa, que ahora me gusta que me lean.

Y todo esto me viene a la cabeza porque he vuelto a ver la película. Y quiero ser el Doctor Sachs.

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